Saturday, May 26, 2007

El curioso incidente del gato a medianoche

Son aproximadamente las cinco de la mañana. Una de las perras que está en el jardín decide graciosamente que quiere entrar y hace el escándalo pertinente para que me levante y le abra la puerta. Si está fuera es porque, obviamente, había repetido la misma operación media hora antes en sentido inverso. No hay problema. Ya me he acostumbrado a estos movimientos nocturnos. Como cada noche en las últimas tres semanas, me levanto en modo semiautomático para abrirle la puerta (una de ésas correderas de cristal) y espero a que el animalillo entre. Entonces, cuando voy a cerrar, veo pasar ante mis ojos una bala blanca y peluda. Reacciono. ¡Oh horror, se escapa la gata! Aquí hay que hacer un paréntesis para explicar que la susodicha gata es un felino de la tercera edad (¡tiene 18 años!) adorado hasta la exageración por su dueña. El animalillo vino de España drogado y desde entonces jamás ha salido de la casa, aka Alcatraz. Si a la gata le pasara algo, es bastante probable que una servidora tuviera que salir de la ciudad y recomenzar su vida con una identidad falsa en Tijuana (exagero algo, pero desgraciadamente no mucho). Por un momento pienso que todo es un sueño. Yo no le había conocido al bicho más movimiento que el necesario para desplazarse de un lugar donde dormir a otro. De hecho, ni sabía que era capaz de correr. Sin embargo, los ladridos de las perras no dejan lugar a dudas: la gata se ha escapado



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Entro en pánico y salgo corriendo en persecución del animal cerrando la puerta tras de mi. En la casa aun hay una perra más y prefiero no añadir más grados de libertad al problema. Aunque perras y gata conviven en armonía dentro de la casa la novedad de ver a correr a la felina parece que las ha trastornado y comienzan a perseguirla. Yo también la persigo. Correteo por el jardín (en calcetines) y después de unos cinco minutos eternos la agarro. El corazón vuelve a su ritmo normal y con la gata bajo el brazo me dirijo a la puerta para entrar en casa.


Cuando voy a abrir la puerta me doy cuenta con horror de que se ha cerrado por dentro. Forcejeo. No hay manera de abrirla. No sé que hacer. Las perras se impacientan y la gata empieza a ponerse nerviosa. Investigo si es posible entrar por alguna ventana. Imposible, hay rejas. Quiero pasar a la parte de delante de la casa que está separada de la trasera por una valla metálica para que no pasen las perras. Con la gata debajo del brazo, que ya ha empezado a soltar maullidos desgarradores a la par que a arañarme, y con una perra ladrando a cada lado, tengo muchas dificultades para abrir la portezuela de la valla. Finalmente lo consigo y paso al jardín de delante. Sigo teniendo un problema pero al menos me he librado de las perras. Voy al garaje y decido meter a la gata en el coche. El mio está cerrado pero el de la dueña afortunadamente no. Doy gracias al cielo y meto al animal, que a esta altura se ha convertido en una bola peluda histérica, en el vehículo. Ya con las dos manos libres consigo romper la tela metálica de una de las ventanas y meto al animal en la casa. Desgraciadamente las rejas impiden que entre también yo. Hago balance. Dentro de la casa hay una perra y una gata. Fuera, dos perras y un ser humano. Ya está amaneciendo y pienso que lo mejor es ir a casa de la vecina a pedir ayuda. Entonces me doy cuenta de una terrible realidad. La puerta del jardín que da a la calle está cerrada con un candado y obviamente no llevo la llave conmigo. Evalúo la posibilidad de saltar la valla. La que da a la calle tiene alambre de espinos (esto es México) y la que da al jardín vecino es muy alta. Encuentro una escalera pero me da miedo saltar (una cosa es verlo en las películas y otra es hacerlo una) y además no sé si me puede salir un perro, o incluso alguien con un arma (esto es México), al otro lado. Me deprimo. Opto por el viejo truco de tirar piedritas a las ventanas. Los vecinos salen y les cuento mi situación. Tengo copias de las llaves de Alcatraz en mi propia casa y se ofrecen a llevarme. Me ponen otra escalera al otro lado de la valla y salto a su jardín. Afortunadamente, pese a estar en calcetines, tengo un atuendo medianamente decente: pantalones de chándal y una camiseta (la dignidad es importante incluso en situaciones dramáticas como ésta). La vecina me presta unos zapatos. Por un motivo que se me escapa, me los da de tacón. Así, con mi chándal y mis tacones, arreglada pero informal, me subo en el coche para ir a buscar las llaves. Evidentemente tampoco tengo las llaves de mi casa pero mis caseras, que viven en el piso de abajo, tienen copia. No hay problema.

Toco el timbre de las casera pero no hay nadie en casa. Parece que han decidido pasar fuera exactamente este fin de semana y no otro. Me vuelvo deprimir. La vecina me lleva de vuelta a Alcatraz. Mientras pensamos un plan B me prepara un café en su casa. 'Con café se arregla todo', me dice. Efectivamente el café activa mi neurona y reparo en que la terraza del piso de arriba no está cerrada con llave. Sólo haría falta una escalera lo suficientemente larga para entrar en la casa. Se decide buscar al encargado del manteniento en la urbanización (una privada medio pija). El señor se llama Salvador y tiene una furgoneta roja. Nos montamos en el coche (yo sigo con los tacones y calcetines) y callejamos en busca de Salvador. Después de una buena media hora damos con la furgoneta... y con Salvador que sí, tiene una escalera larga. ¡Dios (con mayúscula porque va después de un punto) sea bendito y alabado! Cual valiente caballero con una furgona por córcel y una escalera como lanza, Salvador hace honor a su nombre y salva a esta damisela (o sea, a mí). Entro en la casa y encuentro a la gata durmiendo.

¿Alguien sabe qué he hecho yo para merecer esto?

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Thursday, May 17, 2007

Licencia para manejar


Hoy todo hacía presagiar que el día de hoy iba a ser azul oscuro tirando a gris: otra mala noche, trámites burocráticos pendientes de ayer, manifestaciones más o menos molestas de mi alergia a los gatos… y sin embargo ha terminado saliendo el sol. Al menos metafóricamente hablando. El motivo de mi alegría es, por una parte, una buena noticia venida del mundo exterior. Para entender la otra parte tenemos que remontarnos una década atrás (ay, el tiempo vuela).Tenerife, siglo pasado. Me disponía yo a mis veinte y pocos años a sacarme el carnet de conducir. Un reto al alcance de cualquiera, pensarán ustedes. Eso pensaba yo también. El caso es que me compré el librito del código de circulación y me apunté a una autoescuela donde tomé clases prácticas. Lo típico. Llegó la hora del examen teórico y lo saqué sin dificultad. Hasta aquí todo correcto. El problema llegó con el examen práctico. ¡Ay, el examen práctico! El primero lo suspendí, me acuerdo bien, por pasar muy pegada a un peatón. El tal peatón estaba en medio de la calle hablando, con los brazos en jarras, junto a un coche aparcado en segunda fila. Imposible pasar de otro modo pues. Pero oye, lo asumí con deportividad. La segunda vez, lo suspendí por un error más grave, algo de un ‘ceda el paso’, aunque no me acuerdo exactamente qué. La tercera metí la pata más profundamente, aunque tampoco recuerdo cómo. Y así diez u once veces. No recuerdo. Memoria selectiva lo llaman. La cosa es que me llegué a obsesionar muchísimo con el asunto. No dormía antes de los exámenes, cosa que jamás me ha pasado con ningún examen en mi más o menos larga historia educativa, y estaba de un humor malísimo. Los dos últimos exámenes fueron especialmente horribles. En uno nada más arrancar me metí en un cruce de cuatro calles sin mirar y en otro me salté un stop en un polígono industrial de modo que si no llega a ser por el frenazo del instructor habríamos muerto todos empotrados en un camión. En éstas, ya había agotado mis escasos ahorros (lo típico de dar clases particulares y tal) y había sableado suficientemente a mi padre. Llegué hasta a vender cosas para poder pagar un nuevo examen cual toxicómana desesperada. Así que decidí dejarlo.

Pasaron dos o tres años y me trasladé de ciudad. Trabajaba en cierta localidad turística donde los alquileres, ya entonces, eran super-mega caros y vivía en la típico pueblo de casas de autoconstrucción poblado por trabajadores de la idem (construcción) y empleados de hostelería varios (bueno, yo vivía en una urbanización para turistas al lado, la verdad debe prevalecer sobre el drama). Pese a que todos hacíamos el mismo trayecto de una localidad a la otra (separadas escasos 10 kilómetros) cada mañana y volvíamos cada tarde en sentido inverso, no había más transporte público que un autobús turístico (hay que joderse) que pasaba cada hora. Y como siempre iba lleno a reventar (y no de turistas precisamente) a veces no paraba y había que esperar otra hora. Y como, recordemos, era un servicio para turistas, el susodicho autobús hacía cinco mil paradas para que el pasaje contemplara las maravillas naturales de la isla (grúas, mayormente). El caso es que para empezar a currar a las 9 tenía que salir de casa a las 6 de la mañana (desgraciadamente no exagero). Así que decidí que era el momento de intentar de nuevo lo del carnet de conducir. Y para evitar risitas o caras de pena, lo mantuve totalmente secreto. Sólo lo sabían un par de amigos. El padre de mi amiga del alma, que era profesor de autoescuela además de una bellísima persona, se ofreció a darme clases gratis. Y así, con esta ayuda, aprobé el examen práctico al cuarto intento, que sumados a los once anteriores hacen… ay.
¿Y todo este rollo a que viene a estas alturas del campeonato? Pues que vengo de sacarme la licencia de conducir de Baja California (ya me vale, después de un año aquí) y fue todo tan fácil…
Tuve que pasar tres pruebas:
1) Prueba médica. Consistió básicamente en una revisión de la vista tan poco rigurosa que yo, que llevo gafas para ver de lejos, la pasé sin llevarlas puestas. Después el ¿médico? me hizo un montón de preguntas, de las cuales la única relacionada con mi salud fue si yo me consideraba sana. Las otras preguntas fueron del tipo ¿y que viniste a hacer a Ensenada? ¿y te gusta la ciudad? ¿y tienes amigos aquí? En fin.
2) Prueba teórica. Había que completar un test en el ordenador. Ejemplos de preguntas y posibles respuestas fueron:

- ¿Qué significa esta señal (*)? A) Hotel, B) Hospital, C) Prohibido aparcar.

(*) Una señal azul rectangular donde se leía la palabra hotel

- ¿Para manejar un carro hay que saber leer y escribir? A) Sí, B) No, C) Sí y además hay que tener estudios secundarios.

(Pese a lo que pueda parecer fallé algunas. Me preguntaron por ejemplo que en qué horario podía manejar un menor de edad cuando yo no tenía ni idea de que los menores pudieran manejar)

3) Prueba práctica. Consistente en dar la vuelta a la manzana en mi propio coche acompañada de un examinador que se mostró bastante más interesado en la música que estaba oyendo (Silvio Rodríguez) que en mis evoluciones al volante. Y así, con gafas de sol, el codo apoyado en la ventanilla y tarareando Canción urgente para Nicaragua superé por fin los fantasmas del pasado.

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Saturday, May 12, 2007

Las tres marías


(Los nombres de las protagonistas de esta historia han sido cambiados para respetar su intimidad)

María Emilia, María Laura y María Eugenia son tres perras. María Emilia, fue a una escuela de señoritas donde la enseñaron a sentarse y a dar la pata. María Laura, la Paris Hilton canina, está acostumbrada a que se haga su santa voluntad. María Eugenia, que es de barrio y tiene un pasado, está más que resabiada porque se educó en la universidad de la vida. Los días de las tres marías discurrían plácidamente, ajenos a mí, en una casita suburbana cerca del mar y de la caseta de peaje de la carretera de Tijuana. La dramática historia que voy a contar empieza en el infausto instante en que mi destino se cruzó con el de las tres marías. Todo empezó a gestarse hace unos meses, cuando en un momento de debilidad servidora se ofreció a cuidar de María Emilia, María Laura y María Eugenia en ausencia de su dueña. Ya dice el proverbio chino que igual que la flecha lanzada, la palabra dicha no regresa. Y efectivamente, mi palabra no regresó y me vi en la obligación moral de cuidar de las tres marías.


Mi primer error fue aceptar irme a vivir con los animales, que además de perras son princesas, a su casita frente al mar. Teniendo en cuenta que por mi trabajo paso diez días al mes fuera, allá donde Cristo dio las tres voces, y que últimamente he tenido que viajar mucho, también por trabajo, lo que más me apetecía era estar tranquilita en mi casa, de modo que el cambio de domicilio se me está haciendo más duro que una condena. Este es uno de los motivos por el que me referiré al hogar de las tres marías como Alcatraz. Mi segundo error fue comprometerme a cumplir con un montón de normas sobre el cuidado de las perras que se me entregaron en cinco folios mecanografiados a doble cara. Resulta que Alcatraz tiene un patio separado del salón por una puerta corredera de esas de cristal y las perras pueden entrar y salir. No habría problema si no fuera porque resulta que hay una gata (a la que también tengo que cuidar) que no puede salir de la casa, según la primera norma recogida en el tal documento, de modo que las puertas y las ventanas de Alcatraz siempre tienen que estar cerradas. La combinación de factores hace necesaria la interacción humana para que las perras entren y salgan a voluntad, que es precisamente lo que están acostumbradas a hacer. Así, la vida de María Emilia, María Laura y María Eugenia trascurre de la siguiente manera: si están fuera quieren entrar. Golpes a la puerta con la pata y con la cabeza (pueden estar horas – comprobado empíricamente). Entran. Cuando están dentro quieren salir. Golpes al suelo con la cola y con las patas. Salen. Así, ad infinitum. Lo peor de todo es que el ciclo se repite preferentemente por las noches. Si están dentro y no me despierta el ruido que hacen se suben a la cama. Por si esto fuera poco, María Laura ha conseguido refinar la tortura psicológica a la que estoy sometida. Es capaz de tirarse, cual saco de papas volador, sobre mí mientras duermo, a altas hora de la madrugada, con la única finalidad de que le rasque la tripa… eso al menos supongo cuando la veo botada en el suelo de espaldas con las cuatro patas para arriba. No hace falta decir que, en la semana que llevo en Alcatraz, no he dormido en condiciones ni una sola noche. Además cuando amanece (y aquí amanece muy temprano porque van con el horario solar) las tres marías se disparatan de tal manera que ya es imposible volver a conciliar el sueño. Claro, que ellas tontas no son, y a media mañana se echan su buena siesta al solito junto a la ventana.

Anexos:

- Todavía me quedan dos semanas más en Alcatraz.

- La dueña de los canes no me ha llamado ni un día. ¿Los habrá abandonado para siempre?

- Además de las tres perras y la gata hay un número indefinido de gatos que viven fuera de la casa, pero a los que hay que alimentar, y dos peceras.

Si alguien quiere comentar, no hace falta que diga que soy gilipollas por aguantar esta situación. Eso ya lo sé yo.

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